Capturados

La policía lo apresó exitosamente minutos después del hecho. Mientras tanto, la muchedumbre que observaba escandalizada escondía involuntariamente al verdadero culpable, que pungaba burlón y sutil los bolsillos ajenos mientras ponía cara de horror por el espectáculo de tener, frente a él, al mismísimo rostro del delito (atrapado).

Él viene, ella se va

Se miran intensamente, como si se conocieran por años. Se miran fijamente, como si se hablaran. Ella tiene anteojos negros. Él no, aunque entrecierra los ojos para evitar el sol. Ella se sonríe por esa belleza. Él, contemplado, afloja los gestos, relaja la boca. Cada uno en su silla, casi enfrentados. Ella el pelo canoso, postrada, sin piernas, con todo el peso de los años; su enfermera que la ha sacado a pasear, detrás. Él, pequeño, babeando, inocente, pocos meses de vida, su madre detenida. Y tienden un puente, en esa esquina, detenidos ajenamente por el semáforo. Tienden un puente, en ese breve encuentro, entre futuro y pasado.

El hombre de la cicatriz

Estaba caminando de aquí para allá en ese vagón del tren, paseando la marcada cicatriz que le atravesaba la garganta y le acentuaba los años, mientras repetía algunas frases entre la gente para vender su mercadería de segunda con seductor discurso de oportunidad. Un joven sentado en el piso lo observaba fijo, clavándole sus ojos -como filosa daga- en esa lejana marca del tiempo. Era imposible no detener la vista en la enorme cicatriz que le surcaba la garganta. Sus miradas no tardaron en cruzarse y, desde allí abajo, el joven le preguntó sobre el origen de la cicatriz. En ese momento, el gesto del viejo hombre se transmutó: se vio reflejado a sí mismo, invertido en espejo, y reconoció su lugar treinta años atrás, sentado al ras del piso, mientras preguntaba insolentemente a un hombre mayor sobre esa cicatriz. Permaneciendo en silencio, el hombre de la cicatriz sacó el cuchillo que había guardado durante tanto tiempo y cortó el cuello del joven en ese exacto lugar, para signar, una vez más, el ciclo eterno de un relato sin final.

Su blanca palidez

Tenía los dedos mochos, hinchados, morados. Las uñas pintadas de un negro grosero y una parva de maquillaje barato en el rostro. Parecía una momia con anteojos de sol. La lancha se mecía de aquí para allá en movimiento constante y nauseabundo. Él se acercó. Peinó hacia atrás con la mano su pelo entrecano, extendió el brazo sobre el asiento y le dijo: "¿Viajando sola?". Ella lo miró con ganas de poco contestar y él insistió; le temblaba ligeramente el pulso. "¿Cruzando el charco para ver a la familia, verdad?". La mujer cortó el silencio con voz seca: "Voy a un velorio". Pese al revés, él amagó con continuar el diálogo. "Al mío", aclaró ella, y así concluyó todo.

En honor a Andre, viajera de los charcos.

Balada vulgar

Te mira. La mirás.
Te sonríe.
Te busca. La buscás.
Te hace tomar, le hacés tomar.
Te mira. La mirás.
Te busca, la buscás.
Te juega. Le jugás.
Te mira.
Te sonríe. Te bromea.
La provocás, te responde, la mirás, le bromeás.
Te ayuda, la ayudás.
Se acerca, te acercás.
Te dice que va al baño.
La esperás.
No vuelve más.

Cause they all drive...

Un segundo me retraso a levantar la moneda para el colectivo. Cuando enderezo el cuerpo, descubro -espectador- el indecible destino en forma de accidente llevándose sus cuerpos y no el mío, que había sido desplazado de la escena por un reflejo imperceptiblemente cotidiano un segundo atrás.

La mejor fiesta de mi vida

Fue una celebración increíble. Allí estaban todos mis amigos. A algunos no los había visto en mucho tiempo, otros eran los de siempre, los de cada domingo, los de la facu, los del trabajo, los del fútbol. Mi familia vino también, los más grandes y los más chicos, los cercanos y los no tanto. Había sombreros chapados a la antigua, tatuajes, piercings, maquillajes, perfumes y pelucas. ¡Eran tantos y todos juntos! Nunca creí poder verlos a todos juntos en un mismo lugar. Y sin embargo estaban ahí.
Ojalá pudiera volver a reunirlos alguna vez.
Lo encuentro difícil.
Ese fue mi velorio.

Pulga, mi amigo

Lucho salió de su departamento en el sexto piso para comprarle comida a Pulga, su gatito. Atravesó las cuadras de Plaza Serrano entreiluminado por el sol que se filtra los mediodías brillantes entre las hojas de los plátanos. En el camino se tentó con un pequeño sweater para felinos, tejido a mano. Era el regalo perfecto para su infaltable compañero.

Al llegar a la puerta de su casa encontró un grupo de viejas con bolsas de mandados rodeando un algo que despertaba sus más consternados suspiros. Un hombre ofuscado gritó en tono indubitablemente popular: "¡En este barrio llueven gatos, llueven! ¡Casi cabeceo una bola de pelos!" Lucho no quiso deducir lo obvio; forzaba su ceño para evitar lagrimear por adelantado. Se abrió paso entre las señoras y su cara se desfiguró de reprimida tristeza al constatar la escena. Profundamente acongojado y atravesado por la irreversible daga de los hechos, se dejó caer de rodillas frente a Pulga, mientras soltaba las compras que minutos antes paseaba por Palermo, llenas de felicidad.

En memoria de Pulga, amigo inseparable de Hugo.

Estrella cotidiana

La glamourosa música con acento mexicano insiste sobre los oidos atentos del público gratis. Son coplas que surgen de la escuela más pop del buen rock inglés. Es brit pero muy a lo MTV y suena a grandes estadios. El juego de luces acompaña un cuidado show y los estridentes gritos de la docena de fanáticas que estudian en la UP hacen pensar que estamos ante las nuevas estrellas del rock latino. Y él, mexicano y medio Gallagher, anuncia un invitado. El silencio se hace largo antes de que se devele el misterio. ¿Quién será el argentino para esta escena? Sorprendentemente es uno de esos músicos bien under, de años de escuela en agendas emergentes y filosofía indie. Se lo ve más flaco que nunca, con un crecido pelo peinado con aires victorianos y un pañuelo señoral al cuello. Se calza la guitarra y empiezan a tocar, aplaudidos por la masa.

Con el mismo porte de intelectual severo consulta torpemente el precio de dos libros y pregunta si son para regalo. Los envuelve con cuidado de inexperto y procede al cobro vía posnet. Le agradezco su humilde y buen servicio y aún me sorprendo -inocente- de que sólo 24 horas antes estuviera en el ojo de la tormenta, estelarmente inalcanzable.

Solitario cientotreinta

En el fondo del colectivo está sentado, con un estuche cuya forma de pata de elefante delata la presencia de una trompeta o algo similar. El sol amarillo de las 5 de la tarde en invierno le tiñe la mirada, le toca los ojos mientras el omnibus lo pasea por Figueroa Alcorta, pasivo y en silencio, tarareando mentalmente andá a saber qué melodía.

El sol casi rosado de las 6 de la tarde en invierno tiñe su trompeta sobre el escenario, que irradia indie folk ante más de 2.000 personas. Allá a lo lejos se proyecta su imagen en pantalla gigante y nadie sospecharía que minutos antes venía, desprovisto de pompas, sentado solo en el 130.

El peso del destino

"Indique su destino".
La sentencia era clara a pesar de encontrarse en tan extraño lugar, labrada en electrónicos puntos negros sobre una pequeña pantalla verde. Me quedé paralizado y, mientras retenía la respiración en lo hondo, vi pasar mil distintos futuros. Finalmente, mordiéndome las palabras, lo dije:
"Un peso, por favor".

Porteño Starbucks

Fue uno de los primeros días y, después de hacer cola un rato largo, se empezó a sentir ridícula, sobretodo cuando un señor le preguntó: "¿Para qué es esta cola?". Ella tuvo entonces un momento de extrañamiento. "Para tomar café", respondió, e inmediatamente se puso la mochila celeste al hombro y se retiró del lugar. Total cada esquina de Buenos Aires tiene un café distinto para probar, y sin hacer cola.