La granada

Volteó a la derecha y entendió que era una emboscada. Se encomendó entonces a Alá con un grito vehemente, justo antes de jalar el gatillo. Los oficiales apretaron los párpados, inseguros de su inmediato destino. A la euforia le sucedió un extraño silencio, un momento de vacío, un espacio congelado en el que se vieron todos, mientras procesaban la tensión. Cuando al cabo de una milésima de segundo, lograron entrar nuevamente en el presente, se abalanzaron sobre él. Y repentinamente el cielo no era un paraíso (las vírgenes no se visten de verde militar). Rodeado de agentes, comprendió que, a pesar de todas sus precauciones,  lo habían seguido hasta ahí gracias a un dispositivo de rastreo colocado estratégicamente en una granada falsa.

Capuccino Italiano

El muchacho de porteña estampa se sentó en ese bar tan romano, en pleno barrio de Termini, y dijo sin vacilar -supo que estaba pidiendo el café adecuado en el lugar adecuado-, "io voglio un capuccino italiano", que el mozo le sirvió exactamente como se lo imaginaba:
"Usted quiso decir «capuccino argentino», ¿verdad? La próxima pruebe il vero capuccino, cortesía de la casa".

Al amigo Pica, que originó esta historia.

Síntesis de (des)amor

(Su corazón no encontraba palabras de consuelo para expresar su estado de ánimo; tan solo una declamación, más acto que otra cosa, trazada impulsivamente en la pared de una calle cualquiera)
SOL PUTA

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Para él escribir era como para otros beber o correr: se reía solo y se sentía bien. Mientras escribía era feliz. Sin embargo ahogado por la sombra de carecer de talento alguno, ahogado por la tristeza de la repetición y agobiado por el lugar común, decidió escribir una última obra. El silencio mismo que sucedió a su miserable vida de escritor fue esa última inspiración. Su última y eterna obra fue su propia muerte redactada sin palabras, ni giros, ni signos de puntuación. Su última y definitiva obra fue un silencio. Un silencio sin punto final

Capturados

La policía lo apresó exitosamente minutos después del hecho. Mientras tanto, la muchedumbre que observaba escandalizada escondía involuntariamente al verdadero culpable, que pungaba burlón y sutil los bolsillos ajenos mientras ponía cara de horror por el espectáculo de tener, frente a él, al mismísimo rostro del delito (atrapado).

Él viene, ella se va

Se miran intensamente, como si se conocieran por años. Se miran fijamente, como si se hablaran. Ella tiene anteojos negros. Él no, aunque entrecierra los ojos para evitar el sol. Ella se sonríe por esa belleza. Él, contemplado, afloja los gestos, relaja la boca. Cada uno en su silla, casi enfrentados. Ella el pelo canoso, postrada, sin piernas, con todo el peso de los años; su enfermera que la ha sacado a pasear, detrás. Él, pequeño, babeando, inocente, pocos meses de vida, su madre detenida. Y tienden un puente, en esa esquina, detenidos ajenamente por el semáforo. Tienden un puente, en ese breve encuentro, entre futuro y pasado.

El hombre de la cicatriz

Estaba caminando de aquí para allá en ese vagón del tren, paseando la marcada cicatriz que le atravesaba la garganta y le acentuaba los años, mientras repetía algunas frases entre la gente para vender su mercadería de segunda con seductor discurso de oportunidad. Un joven sentado en el piso lo observaba fijo, clavándole sus ojos -como filosa daga- en esa lejana marca del tiempo. Era imposible no detener la vista en la enorme cicatriz que le surcaba la garganta. Sus miradas no tardaron en cruzarse y, desde allí abajo, el joven le preguntó sobre el origen de la cicatriz. En ese momento, el gesto del viejo hombre se transmutó: se vio reflejado a sí mismo, invertido en espejo, y reconoció su lugar treinta años atrás, sentado al ras del piso, mientras preguntaba insolentemente a un hombre mayor sobre esa cicatriz. Permaneciendo en silencio, el hombre de la cicatriz sacó el cuchillo que había guardado durante tanto tiempo y cortó el cuello del joven en ese exacto lugar, para signar, una vez más, el ciclo eterno de un relato sin final.

Su blanca palidez

Tenía los dedos mochos, hinchados, morados. Las uñas pintadas de un negro grosero y una parva de maquillaje barato en el rostro. Parecía una momia con anteojos de sol. La lancha se mecía de aquí para allá en movimiento constante y nauseabundo. Él se acercó. Peinó hacia atrás con la mano su pelo entrecano, extendió el brazo sobre el asiento y le dijo: "¿Viajando sola?". Ella lo miró con ganas de poco contestar y él insistió; le temblaba ligeramente el pulso. "¿Cruzando el charco para ver a la familia, verdad?". La mujer cortó el silencio con voz seca: "Voy a un velorio". Pese al revés, él amagó con continuar el diálogo. "Al mío", aclaró ella, y así concluyó todo.

En honor a Andre, viajera de los charcos.

Balada vulgar

Te mira. La mirás.
Te sonríe.
Te busca. La buscás.
Te hace tomar, le hacés tomar.
Te mira. La mirás.
Te busca, la buscás.
Te juega. Le jugás.
Te mira.
Te sonríe. Te bromea.
La provocás, te responde, la mirás, le bromeás.
Te ayuda, la ayudás.
Se acerca, te acercás.
Te dice que va al baño.
La esperás.
No vuelve más.

Cause they all drive...

Un segundo me retraso a levantar la moneda para el colectivo. Cuando enderezo el cuerpo, descubro -espectador- el indecible destino en forma de accidente llevándose sus cuerpos y no el mío, que había sido desplazado de la escena por un reflejo imperceptiblemente cotidiano un segundo atrás.