El hombre de la cicatriz

Estaba caminando de aquí para allá en ese vagón del tren, paseando la marcada cicatriz que le atravesaba la garganta y le acentuaba los años, mientras repetía algunas frases entre la gente para vender su mercadería de segunda con seductor discurso de oportunidad. Un joven sentado en el piso lo observaba fijo, clavándole sus ojos -como filosa daga- en esa lejana marca del tiempo. Era imposible no detener la vista en la enorme cicatriz que le surcaba la garganta. Sus miradas no tardaron en cruzarse y, desde allí abajo, el joven le preguntó sobre el origen de la cicatriz. En ese momento, el gesto del viejo hombre se transmutó: se vio reflejado a sí mismo, invertido en espejo, y reconoció su lugar treinta años atrás, sentado al ras del piso, mientras preguntaba insolentemente a un hombre mayor sobre esa cicatriz. Permaneciendo en silencio, el hombre de la cicatriz sacó el cuchillo que había guardado durante tanto tiempo y cortó el cuello del joven en ese exacto lugar, para signar, una vez más, el ciclo eterno de un relato sin final.

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