Volteó a la derecha y entendió que era una emboscada. Se encomendó entonces a Alá con un grito vehemente, justo antes de jalar el gatillo. Los oficiales apretaron los párpados, inseguros de su inmediato destino. A la euforia le sucedió un extraño silencio, un momento de vacío, un espacio congelado en el que se vieron todos, mientras procesaban la tensión. Cuando al cabo de una milésima de segundo, lograron entrar nuevamente en el presente, se abalanzaron sobre él. Y repentinamente el cielo no era un paraíso (las vírgenes no se visten de verde militar). Rodeado de agentes, comprendió que, a pesar de todas sus precauciones, lo habían seguido hasta ahí gracias a un dispositivo de rastreo colocado estratégicamente en una granada falsa.
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